Carta Editorial Marzo 2017

 

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Viajar no siempre es un placer. A veces es incómodo, a veces duele y otras hasta rompe el corazón. Estás a la deriva, entregado a un ritmo que es distinto al propio y con el que no siempre sabes danzar. Pero está bien, siempre está bien, la naturaleza de los viajes es esa: cuestionarte, cambiarte. Todos los escapes deberían dejar huella en la memoria, en el cuerpo, en la consciencia e inconsciencia. 

Todo lo que implica un viaje transforma para siempre, queramos o no. Perder un vuelo, errar el camino, enfrentarse a un imprevisto.

Dormir en aeropuertos, en la arena, en colchonetas de desconocidos que se hicieron amigos casi por generación espontánea, en las camas de hoteles inolvidables, en la hamaca de una playa paradisiaca.

Llorar por ver partir, por partir por iniciativa propia; por tener esa certeza de que los caminos se bifurcan y no se unirán jamás. Por la nostalgia de irse y de volver a casa. Por la intuición de saber que no se regresará nunca a cierto aeropuerto, a cierto café, que no se tendrán de nuevo ciertos encuentros.

Vivir el final del invierno, en un par de viajes a sitios donde el blanco inmaculado de la nieve cubría todo lo que alcanzaba a ver, trajo a mí la claridad del aprendizaje que encierra cada estación; la relación que tenemos con los ciclos interviene en nuestro proceso personal de forma absoluta. Lo que está pasando afuera, como la aparente pasividad o el silencio permanente, urge que se interiorice, se viva. El invierno nos pide ser pacientes con aquello que merece la espera, para entender su trascendencia en nosotros de manera más profunda.

La nieve se va y con ella esta época de contemplación. Es tiempo de saborear los frutos, de sentir el calor, de celebrar la vida, ahora desde otra perspectiva, transformados por lo ya recorrido.

Cecilia Núñez  > Directora Editorial