Carta Editorial Noviembre 2017

 

 

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Estar consciente de que todo es transitorio, de que nada es para siempre, es una de las grandes enseñanzas de Buda y, para mí, la lección más importante que me han regalado los viajes.

Aprendí a dejar ir  la idea que tenía de un destino ya conocido cuando lo revisito.  Ahora sé que mi café favorito puede no existir más o que el restaurante que una vez  me dio la experiencia sensorial más memorable, la próxima, resulte catastrófica. Después de tantos años de despegues y aterrizajes, logré entender que hasta el concepto que tengo de hogar habrá cambiado cada vez que regrese a casa y que incluso yo no seré la misma que era antes de partir.

Mi trabajo me acerca a viajeros de todo el mundo que en medio de encendidas conversaciones, coincidimos que incluso cuando nos damos aires de exploradores, es fácil caer en la trampa de siempre: idealizar ciudades de paisajes ordenados, excursiones organizadas, paraísos tropicales… Todo aquello que rebase los límites de nuestros prejuicios resulta incómodo para quien no se deja mecer por la ley del constante cambio.

Nuestro objetivo como viajeros es saber mirar con respeto y aprender a danzar con la realidad de cada destino que conocemos. Abracemos cada lugar con su desorden, con lo extranjero,  lo externo, lo exótico,  lo irónico, lo melancólico, lo distinto, lo que no encaja en ninguna definición.

“El apego es pensar que las cosas son permanentes en nuestra realidad, que es en esencia impermanente. Asume la responsabilidad de tus actos, que determinan la travesía”, me dijo en el 2006 Alejandro Jodorowski en su “café místico” en París, cuando decidí comenzar la aventura más difícil de todas, la que más polvo levanta y la que más cuestas tiene: la del viaje al centro de uno mismo.

Cecilia Núñez  > Directora Editorial