Carta Editorial Food and Travel > Septiembre 2017
Creemos que somos nosotros, los viajeros, quienes decidimos dónde ir. Proyectamos, hacemos los preparativos y planeamos hojas de rutas que contienen las paradas que pensamos nos harán conocer de manera profunda un lugar. Pero la mayoría de las veces la última palabra no es realmente nuestra: estamos respondiendo a un llamado que nos impulsa hacia nuevos horizontes, externos y también internos.
El escritor y gran aventurero suizo, Nicolás Bouvier, dijo que uno cree que va a hacer un viaje, pero es el viaje el que lo hace a él. Es hasta que entendemos que toda travesía concebida supone una elevación de la conciencia, cuando se produce el verdadero milagro: el cambio en el enfoque básico de la vida y en la visión del mundo.
El budismo tibetano suele explicar al destino con una metáfora en la que la vida es un tren que atraviesa por varias vías con una estación de salida y otra de llegada, y un sinfín de escalas en el camino. Seguimos un trayecto definido en el que no sabemos lo que nos espera en la próxima curva. No contamos con la información completa, no sabemos a qué velocidad hay que ir, cómo serán los escenarios que se cuelen por la ventana, cuántos cruces de camino nos encontraremos, ni mucho menos cómo será el lugar al que llegaremos.
Es cierto que podemos elegir la dirección a tomar, pero como afirman los sufís: solo podemos elegir lo que nos han enseñado a elegir. Por eso, la invitación de cualquier viaje, corto o largo, cercano o distante es a ampliar la visión, a jugar con todas las posibilidades que tenemos como seres humanos, a disfrutar el recorrido con la consigna clara de que quien cambia de lugar, está también cambiando su suerte.