Carta Editorial Food and Travel > Febrero 2018
Siempre hacia casa: esta es la respuesta tácita que dan los protagonistas de las grandes historias de viaje cuando se les pregunta a dónde se dirigen, y es la respuesta correcta también en la metáfora del viaje a través de la vida. No importa cuántas veces se pierda el rumbo o si decidimos tomar el camino largo, el que aparentemente nos aleja más de nuestro destino; tampoco importa si jamás volvemos al mismo lugar físico del que partimos: no existe travesía que prive de la posibilidad de volver, redefinidos, transformados, a la esencia, al hogar interno.
Para el escritor italiano Claudio Magris, el viaje es siempre la antesala a la verdadera aventura: “Un preludio de algo que siempre está por venir, siempre a la vuelta de la esquina; partir, detenerse, volver atrás, hacer y deshacer las maletas”. El autor describe al Yo, al viajero, siempre aniquilando su identidad anterior, desprendiéndose de sí mismo para transformarse cada vez que llega a un nuevo destino.
No existe viaje si no se cruzan fronteras: emocionales, políticas, sociales, lingüísticas, espirituales… También están las más sutiles, las que separan a un barrio de otro en la misma colonia, a un hombre del otro, a un hombre de sí mismo.
Traspasar fronteras es también reconocerlas, respetarlas y amarlas. Las cruzamos con una mirada compleja, reconociendo dónde estamos parados y entendiendo que esos límites invisibles definieron nuestra realidad, hasta ahora que nos damos permiso para ir más allá, más lejos, más profundo. Vamos del otro lado, sabiendo que volveremos y que aquellas fronteras estáticas, incuestionables, casi sagradas, se van transformando, haciendo flexibles, provisionales, perecederas, aptas para redefinirse las veces que sea necesario.