12 años de estar bajo los efectos irreversibles de la severa dromomanía. Pero seguir esa “adicción” bajo la brújula de Food and Travel nos ha enseñado que la curiosidad es el ingrediente esencial para realizar el viaje soñado. Fotos: Adobe Stock, Food and Travel.
La casi obsesiva inclinación que tenemos por movernos de un lugar a otro responde a varios deseos: al de ir más allá, descubrir olores, colores, rincones, sabores, sonrisas, miradas... Viajamos para conectar con el entorno y con personas de cualquier parte del mundo, mediante la palabra, la vista o los gestos.
Viajamos para conocer culturas ajenas, que remarquen nuestras diferencias, pero también nuestras coincidencias. Viajamos para diseñar nuestro propio itinerario, y seguirlo a conciencia, sabiendo que cambiaremos de rumbo las veces que sea necesario.
Viajamos para marcar el paso o para jugar a seguirlo, a dejarnos llevar. Para trazar una ruta, aprender a cambiar los planes, a soltar el control sobre el mañana —al menos por unos días—. Viajamos para romper el miedo a punta de kilómetros recorridos, para sentirnos fuertes, hábiles, libres, capaces de cualquier cosa que nos proponga la aventura.
Viajamos para vestir como nunca antes lo habíamos hecho; para saborear las historias familiares, las del mar y el campo que esconde cada receta. Viajamos para probar ese ingrediente nunca antes degustado o para regresar a comer al lugar de siempre, ese favorito, irremplazable… Pero sobre todo, viajamos para aprender el mecanismo que nos permita invertir el valor del tiempo: vivir el presente, hacer que cada segundo sea valioso…
Viajamos o, dicho de otro modo: buscamos formas inexploradas para hacer que el tiempo transcurra de formas diferentes cada día, con lecciones nuevas, repleto de primeras veces y de pretextos para seguir dejándonos sorprender por la vida.
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