Su carne jugosa y suculenta es una justa combinación de los gustos dulce y ácido, con un toque de umami, por lo que es una fruta versátil, dice Juan Pablo Montes.
Imagínate por un momento que los jitomates no existen. ¿Cuántos platillos serían distintos o ni siquiera existirían? ¿Cuál ingrediente hubieran agregado al inventar la ensalada caprese? Olvídate del pan tomate, de algunos tipos de pizza, de los jitomates deshidratados, de varios tipos de salsas, también de la sopa minestrone y un sinfín de recetas más que nunca se habrían preparado. Y también adiós a las tortas ahogadas, al fideo seco y todo aquello que se haga llamar “a la mexicana”. Así de importante es esta fruta… Sí, fruta.
La historia del jitomate no se podría contar sin la de su hermano: el tomate verde. Como ocurre en muchos sitios fuera de México, a lo que en nuestro país se le llama jitomate, afuera se le conoce como tomate, y claro, cuando vienen a México y piden un tomate, les entregan una pequeña bola verde cubierta por una cáscara. Por supuesto, de inmediato surgen las explicaciones sobre uno y otro.
La razón es que los dos miembros de la familia de las solanáceas tienen la misma raíz lingüística, así como usos semejantes en la dieta. El término genérico proviene de la palabra náhuatl tomatl que significa objeto gordo, y parte del verbo tomaua: parecer gordo. En náhuatl, se suelen usar diferentes prefijos para identificar variedades del mismo fruto como xaltomatl, donde xalli es arena, que se usaba para los tomates verdes plantados en arena; xicotomatl —donde xictli es ombligo—, que se refería a tomates con el centro sumido, y el miltomatl, que básicamente es el tomate de la milpa.
Por su parte, el jitomate no siempre fue el ingrediente popular que es hoy. En Mesoamérica, el cultivo más frecuente y antiguo fue el de tomate verde, domesticado hace más de siete mil años, según datos obtenidos de la excavación en el sitio de Zohapilco, en el valle de México, donde se encontraron semillas carbonizadas que datan del 5090 a.C.
Su hermano rojizo en realidad es originario de la región andina de América del Sur, particularmente de Perú, Ecuador, Bolivia y Chile. Se cree que su llegada a Mesoamérica fue a partir de aves migratorias que traían las semillas, pues no hay ningún tipo de registro que indique influencia humana en su distribución, de manera similar a lo que ocurrió con el cacao. A diferencia de los andinos, que no encontraron utilidad a la planta, las culturas mesoamericanas empezaron a ocuparlo en su dieta, aunque les era mucho más placentero el sabor ácido del tomate verde.
Así que es fácil asumir que la palabra jitomate proviene de la palabra xitomatl, comprobando que el tomate fue primero. Se pensaba que el prefijo provenía de la palabra xiuitl (hierba), aunque ahora se cree que es más probable que parta de la palabra xipehua (desollar o descortezar). Los indígenas primero consideraban al tomate verde con su cáscara natural y el jitomate era la fruta sin la cubierta.
Los conquistadores no hicieron tal diferencia entre el uno y el otro, por lo que se quedaron solo con la palabra tomate.
Los carnosos jitomates les parecieron encantadores a los españoles, y se cree que se les menciona en muchos de los escritos. El jesuita José de Acosta, quien viajó por México y Sudamérica durante el siglo XVI, se expresó de ellos como “frescos, jugosos y grandes”. Bernal Díaz del Castillo, en su libro La verdadera historia de la conquista de la Nueva España, narra el paso de los conquistadores por Cholula en su camino de lo que ahora es Veracruz hacia Tenochtitlan, y de cómo los indígenas se la pasaban “tratando de matarnos cada día y comer nuestras carnes” y “tenían las ollas listas con pimientos, tomates y sal…”, por lo que se tratan de posibles referencias a jitomates.
Al final, los españoles se llevaron tanto al jitomate del género Lycopersicon como al tomate verde del género Physalis. Debido a la gran variedad, optaron por las especies más comunes: L. esculentum var. esculentum y Physalis philadelphica. Básicamente, el tomate verde normal y el jitomate bola, aunque el segundo no era tan terso como ahora. En Europa, ningún país quiso comerlos en un principio, y los españoles los usaban como ornato.
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